Una de las muchas cosas que me gustan de esta ciudad es la pasmosa tranquilidad con la que se viaja en el transporte público a la medianoche. (¿Acaso muchos no se desgañitan la garganta diciendo que lo importante de la vida son las pequeñas cosas?) En el metro, la comodidad es mucho mayor que durante el resto del día y la gente no sufre ninguna metamorfosis, el ambiente no cobra tintes sombríos, y no hay ni un milímetro de temor en los vagones. Las personas son las mismas: gente de oficina, obreros, estudiantes, ancianos, procedentes del trabajo o alguna reunión, sí, seguro alguna reunión, eso sí, todos con varios litros de cebada en las venas. Pero eso no hace ninguna diferencia. Sólo en algunas ocasiones, muy raras, los checos se conectan. Me ha tocado presenciar una de ellas.
Había subido en la estación Namesti Miru para transbordar en Muzeum. Una vez instalado en el tren (con seguridad el último del día) que me llevaría a mi casa, comencé a mirar a las personas. Había algunos lugares, pero preferí mantenerme de pie. Al poco rato, venido de las puertas contiguas un sonido de armónica comenzó a infiltrarse en el vagón. Ese sólo hecho ya cambiaba por completo la atmósfera (quizá no esté de más decir que acá no sube ningún ente que no funja como pasajero: vendedores, pedigüeños, predicadores, o performers de cualquier índole, nada). Al poco rato, dos chicas de aspecto "hippioso" (para ahorrarse cualquier descripción ociosa) y de semblante risueño, y animadas por la hasta entonces tenue melodía, se levantaron se sus asientos, caminaron la mitad del vagón y se dirijieron sin reparos hacia el músico. Éste desprendió por unos momentos el instrumento y algo hablaron. Parecía que no se conocían. Al poco rato el músico continuó y las chicas, con la misma actitud festiva, una bailando al centro de la plataforma y la otra con las palmas en uno de los asientos, hacían caso al ritmo y a sus impulsos.
Desde hacía unos minutos la mayoría dentro del vagón ya estaba atenta a todo lo que pasaba en aquel rincón. Lo cierto es que la música no estaba nada mal y las sonrisas de extrañeza provocadas por el ya animado concierto le daban a todo el entorno un aire decididamente fresco y agradable. Algunas parejas de pie ya tarareaban las melodías y se movían tímidamente al ritmo que aquellas desprendían. Un hombre barbado, de aspecto severo (y ésto era lo más extraño), aplaudía junto a una de las chicas hippie. Todo se volcó en una completa fiesta cuando otro joven (valga decir que del mismo aspecto que los otros; es decir, hippiosón. Y aquí un paréntesis: semejantes eventos sólo pueden ser impulsados por grupos, por filiaciones. Era claro que estos chicos, sin conocerse, "pertenecían" a una comunidad. De haber sido obra del ciudadano "común", hubiera cobrado un brillo mucho mayor) se decidió a comulgar con el pequeño grupo y presentó sus credenciales. De inmediato ya estaba en posesión de la armónica y el primero ya rasguñaba la guitarra. Jimmy Hendrix puso el ambiente en el metro de Praga. Ya todos disfrutaban de la representación. Yo estaba embebido en el cuadro. "No les conocía ese lado a los méndigos checos", pensaba mientras miraba las reacciones que la música les provocaba. No estaba seguro, pero sospechaba que nadie más cruzaría el linde del espectador y se sumaría al coro de danzantes. Y así fue.
La sorpresa no sólo estaba aninada en el interior del vagón, sino también en los pasajeros que habían descendido de otros vagones o esperaban otro tren y que esbozaban una sonrisa ante el suceso. "Aún faltan tres estaciones" -declaró el que inició el borlote. Siguieron tocando muy animadamente y la voz se conjugaba muy bien con los instrumentos. Una estación más adelante subió un hombre mayor con una guitarra en la espalda y las hippis de inmediato lo llamaron a gritos. El otro no se dio por enterado (prueba de la barrera el hombre "común" tiene enfrente en estas ocasiones). Poco después, el músico que alternó se despidió efusivamente entrechocando las manos con todos los del grupo y descendió. Todavía siguió tocando el primer músico y las chicas ya no seguían la música con la misma energía. El final se acercaba. En Háje todos descendieron y el silencio habitual de pasos rápidos hacia la escalera irrumpio en todo el andén. Regresamos a casa y a nuestras vidas normales.
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