En "El bufón" (2001) nunca están claros -ni deseable que lo estén- los límites entre lo real y lo imaginario. Mejor dicho, no los hay. Desde el inicio mismo, a la manera del drama, el autor nos sitúa dentro de la atmósfera que habrá de tener toda la novela, y esa atmósfera es fundamentalmente la que se gesta durante la pesadilla de un personaje: el bufón (¿cómo entender de otra manera la incongruencia, por ejemplo, entre la ausencia de campanas en la acotación inicial y sus toques a rebato durante la narración sino como una inversión, un desfase, producto de la pesadilla?). ¿Por qué el bufón? Dentro de la tradición literaria el bufón ha sido un personaje ambivalente; por un lado, provoca la risa, la risa morbosa, por su fisonomía contrahecha (tráigase a la mente, aunque sin ser aún un bufón strictu sensu , al Tersites de Homero), pero también por lo que es capaz de hacer, ya sean piruetas o burlas. De sus flechas nadie se escapa, ni siquiera los monarcas. Su influencia,