Hoy ví a mi amigo, el poeta Luis Marín. Fue en mi viaje a bordo del autobús 213 con rumbo a Jižní Město, donde tenía mi casa. Mi amigo subió en Chodovska, si mal no recuerdo. Leía y no me percaté de su presencia hasta que instintivamente supe que alguien se acercaba a mi asiento. En ese momento, levanté la mirada y lo ví. Por una ráfaga de tiempo nuestros ojos se encontraron, pero de inmediato me dio la espalda y fue a sentarse a unos metros delante de mí. Era un hombre ya maduro, quizá llegando a la cincuentena. Lo reconocí por el bigote. Cuánto me sorprendió que aún gustara de llevar el pequeño bigote que hacía años acostumbraba dejarse, aunque no desde el principio, quiero decir en el momento en que lo conocí, sino pocos años después. Aún recuerdo las burlas con las que se refería a su doble apariencia, a su doble yo según se dejara ese trozo de vello sobre la nariz o se lo afeitara. Había subido de peso aunque también es cierto que la gruesa chamarra contribuía a crear esa posible falsa impresión. Lo cierto era que había sabido conservarse, sin por eso ocultar por completo el peso de los años. El gorro, que le iba muy bien (siempre le fueron bien los gorros y sombreros), no impedía la salida de las canas a la altura de las sienes, que por otro lado estarían muy bien recortadas (mi amigo siempre fue muy escrupuloso en lo que al arreglo personal se refiere). A estas alturas ya debe estar completamente calvo, pensé, y con seguridad la disposición ocasional de las puntas blancas sería todo menos eso. Por una u otra razón no tuvimos oportunidad de conversar. Luis bajó en Opatov, dos paradas antes de mi destino. Aún busqué en vano su rostro mientras el vehículo aceleraba. Ya después, un poco acongojado, mientras caminaba hacia el supermercado y cruzaba los charcos de lodo y los caminos congelados por la nevada de varios días se me vinieron a la mente un sinfín de recuerdos, escenas, preguntas: los años de aprendizaje, el Hesse de Demian y El lobo estepario, el Nietzsche de Zaratustra, las interminables tardes de ocio y charlas, una verdadera gaya ciencia. Ansiaba preguntarle si, en dondequiera que se encontrara, sentía permanentemente la húmedad en los pies y ese frío que engarrota las rodillas, si había logrado la constancia o la disciplina que le permitieran seguir escribiendo, si habia podido evadir las molestas concomitancias del trabajo y la rutina, qué impresión tenía ahora de la tierra nativa... Aún después, a la salida del supermercado y mientras cruzaba el espacio que ocupaban los habituales bebedores de grog en sus charlas aún ininteligibles para mi burdo checo de autodidacta, y luego en la tosca recaudería de los vietnamitas, seguí pensando en él. Sin embargo, primero lo ví, apareció ante mí, y luego me puse a pensar en él.
Catecismo frecuente de este tecleador, cuya lectura le ha provisto de una escama protectora contra esta maraña "que se proclama mundo", el texto que sigue es una nítida muestra de lo que se denomina "cortaziano". No deja de sorprenderme. La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso por la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana topar con el paralelepípedo de nombre repugnante, con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente, del sucio tablero de ventanas de tiempo con su letrero "Hotel de Belgique" . Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en cuyo centro tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en cualquiera de los rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual tod...
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