Resulta insuficiente describirse con términos aislados que poco o nada dicen. Acaso para dejar más en claro la ambigüedad de los atributos de cada quien, sea mejor echar mano de la viñeta. Y bueno, uno siempre busca la manera de justificar los propios descarríos.
En mi minúsculo empleo de docente de lengua dentro de una compañía transnacional destiladora de hidrocarburos hay otro docente que inexplicablemente me llama Carlos cada vez que nos encontramos y yo no soy quién para impedirle quejarse de disimulo, de duplicidad, realizar asociaciones libres o disipar dudas. Por fortuna esto no sucede con mucha frecuencia. No sé exactamente cuándo comenzó a llamarme así. Lo que ahora considero la primera vez no oí bien pues estábamos algo lejos el uno del otro, de modo que sólo lo sospeché. Nada de consideración. La segunda y la tercera lo escuché con claridad, hola, Carlos, ¿Qué tal, Carlos? dijo con amabilidad en ambas ocasiones, y en ambas ocasiones apenas y saludé con un gesto, una leve sonrisa y un levantamiento moderado de cejas, intentando con ello sobre todo que nadie lo escuchara y no se expandiera el apelativo de forma irreparable; se trataba de dar rápido trámite, simular que pasaba muy por encima de donde realmente estaba pasando. Lo que recuerdo como la cuarta vez sin estar ya del todo seguro fue, digamos, frente a frente. Se trató de una escena entrelazada con otra que también da cuenta fehacientemente de mi personalidad, insisto, mucho mejor y más allá de definiciones ridículas.
Había dejado mis pertenencias dentro del salón de clases como es costumbre y salí acompañado de Renata, alumna de uno ochenta y cinco, de trasero y senos en extremo atléticos, con dirección a la cocina a fin de tomar uno de los insípidos cafés que la empresa proporciona a sus empleados. En el camino me vino de súbito a la mente el pendiente que tenía de sacar unas copias antes de la sesión del día. Regresé al salón y lo primero que no vi fue mi vieja computadora. No lo podía creer. Me habían robado en cuestión de segundos. Me precipité a la cocina y le comuniqué el suceso a mi alumna jirafa de la manera más tranquila que pude, tratando de eliminar la excitación de que realmente estaba siendo presa. Ella no me entendió, no me creyó o no lo consideró de relevancia. Su asombro fue más el de alguien que escucha al chismoso que le cuenta cómo Jarmila de Almacén ha comenzado una relación con el jefe del departamento de Procurement.
En esas estábamos cuando irrumpió por uno de los accesos un grupo de docentes y alumnos que se dirigía en tropel a su aula correspondiente, pero que había decidido hacer una escala.
–¡Oye Tío, que no saludas! –me aborda Julio, navegante malagueño convertido en docente praguense, con su ya acostumbrada estridencia y exasperante vitalidad. Sospecho que él tampoco sabe mi nombre, aunque no aventuramos ni preguntas ni aclaraciones. Al principio del semestre se decantó por Santiago pero al ver quizá el exiguo o nulo fervor de mis reacciones decidió no insistir más. Sin saber por qué le comunico como puedo la noticia también a él y a su grupo, ante todo, pero eso lo pensé después, para que me deje en paz, aunque lo único que consigo es que muestre mayor interés del deseado y pele sus exorbitantes ojos techados por unas cejas–azotadores aún mayores y salpicados por unas abundantísimas pestañas:
–¡Coño, no me jodas! ¿Cómo te ha pasado?
De repente una multitud de hispanohablantes congregada en la cocina ya estaba enterada del siniestro. Instantes después el docente en cuestión hizo su aparición por la retaguardia. Con un hilo de voz vuelvo a notificar sobre el imprevisto, ahora mirando en dirección suya, y pido consejo sobre las acciones a realizar en un caso como el presente. Él, visiblemente desconcertado, tampoco daba crédito.
–No, Carlos, es imposible. ¿Está usted seguro que entró a su salón? Esas cosas aquí no pasan Carlos –concluye, instruyéndome de un plumazo sobre las bondades del primer mundo y las abismales diferencias con el tercero.
–Sí, a lo mejor ¿verdad? Me voy a fijar otra vez.
Aún con la sonrisa fingida en el rostro, me dirijo al salón no sé bien para qué, dejándolos a todos reunidos y dándoles de qué hablar. Una búsqueda más minuciosa consistente en dar dos pasos más en dirección a la silla donde había dejado las cosas me revela que he cimbrado la confusión y la alarma precipitadamente. Como en la primera visita en ésta tampoco doy crédito y al mismo tiempo no me atrevo a volver a la cocina para aclarar todo el malentendido. Por fin vuelvo y esgrimo muy rápidamente cualquier cosa.
–¿Está?
–Sí –respondo, seguramente con una cara de idiota–, seguro alguien la movió y la puso en otro lado.
Finjo demencia y por fortuna todos deben irse a sus respectivos salones.
–Sí, alguien debió moverla –dice una voz ya desde el corredor.
–Sí, sí, ya ves que cualquiera entra a los salones –le respondo a mi interlocutor invisible dirigiendo la mirada hacia cualquier parte. Me quedo solo en la habitación y por fin me dispongo a sacar las copias.
Para mi desgracia aparece nuevamente en escena el docente que me llama Carlos.
–Esas cosas no pasan, Carlos –me confirma.
Para hacerle olvidar mi resbalón y de paso que ya no me llame Carlos, intento cambiar el tema, hacerle la plática.
–Y usted ¿Cuánto lleva aquí?
–Ya son seis años, Carlos.
–De Colombia ¿verdad?
Asiente.
–¿Y nunca le ha pasado nada?
–No, Carlos, a mí nunca.
Un intervalo incómodo se mete en la conversación.
–¿Y cómo va todo con Lizbeth? –inquiere por fin–, buena alumna ¿no?
Estoy a una ráfaga de segundo de responderle con toda la tranquilidad del mundo que, en efecto, muy buena alumna, que todo va bien con ella, que tiene uno que otro problemilla con el subjuntivo, que en general bien, pero al mismo tiempo me reprendo por considerar la intención de apoyar la falsa, aunque en absoluto despreciable identidad que se me ha implantado. Elijo la verdad, digamos, sesgada, aunque no sin titubear y sin que esté ausente una cierta dosis de azar, porque conlleva la invaluable ventaja de interponer abismos, de obstruir la construcción de puentes, el estrechamiento de lazos y de trastrocar el orden.
–No, a mí no me dieron a Lizbeth. Me la iban a dar pero al final me quedé con Monika y con Barbora –contesto, menguando seguramente el placer que tendría en el momento de esclarecer la duda que le estaría carcomiendo desde semanas atrás.
–Pero sí te dieron la clase de Anděl ¿no? –persiste.
–¡Ah no! Esa no –respondo con una sonrisa nerviosa y cordial, e intento aferrarme de la primera negativa prorrumpida, aunque sin llegar al extremo de usar la expresió: “Usted me confunde”.
–Pero tú eres Carlos ¿no? –pregunta con una decisión inusitada.
No lo esperaba pero está claro que es mi momento. Es un destello de lo que dispongo. Es uno de esos instantes que me permite rozar lo proteico y proclamar como Odiseo ¡Me llamo Nadie!, con la única y exclusiva finalidad de no entregar el nombre y con él, indefectiblemente, la persona; no revelar la –¿verdadera?– personalidad y siempre proclamar ¡yo soy el que no soy!; invitar a los otros a la suposición, al prejuicio, al calificativo fácil. Así lo uso.
–Bueno, Joaquín, Joaquín Carlos, aunque me conocen más como Joaquín, pero no, sobre la clase de Anděl sí no.
Al colega se le nota una confusión igual a la del principio.
–Bueno –liquida–, pues me voy a clase, que estés muy bien, Carlos.
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