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México bárbaro en Nürnberg


Concebida al calor de la penúltima justa mundialista -aunque pulida recientemente- esta breve crónica refleja en última instancia la atención que el autor ha puesto en el cultivo de la intolerancia hacia un sector de su "gente". Es también una muestra de su gusto por los textos de Guillermo Sheridan.


a Xóchitl Mayorquín


Berlín. 11 de Junio. 8:00 horas:

Hoy es domingo y se presenta México en el Mundial de futbol, exactamente en la ciudad bávara de Nürnberg, a unos seiscientos kilómetros al sur de Berlín. En cuanto a mí, me encuentro en el primer fin de semana de descanso después de haber iniciado los cursos de alemán. Lo normal ¿qué duda cabe? hubiera sido permanecer el día entero en casa, conocer mejor a mis nuevos anfitriones –de una serie acaso infinita en mi larga carrera como arrimado– y prepararme para observar por la noche el primer partido del once nacional en la televisión local. Sin embargo, ya en México estaba con la osada intención de viajar directamente al lugar de los hechos. Más aún, durante mi segunda semana en Alemania tal intención se dilató, inexplicablemente frenético como estaba por el comienzo del certamen, a un grado que después comprendí desproporcionado. La sola idea de presenciar un partido de nuestro bendito equipo nacional en tierras teutonas o tan sólo de sentir el ambiente en los alrededores del estadio –pues no tenía boletos para acceder al estadio y no los conseguiría de ninguna forma– estúpidamente me enloquecía.

10:00 horas:

Sin más me decido a emprender el viaje a la tierra de Dürer y de los Meistersinger. Comunico la empresa a mis albergadores alemanes y ellos, un tanto extrañados –pues necesitan que las cosas se les diga al menos con dos o tres semanas de antelación para que algo tenga visos de sorpresa; medio año para que las cosas adopten el cariz de un plan convencional–, consienten. Me dirijo a la nueva Hauptbahnhof berlinesa, joyita de la arquitectura moderna, especialmente construida para deslumbrar a los visitantes durante la justa.

10:45 horas:

Primer problema. No hallo el enlace correcto entre Berlín y Nürnberg en la ingente y detalladísima plana de viajes regionales. Sin poder encontrar la ruta adecuada y sin duda movido por la desesperación y la irreflexión, compro sin más un Wochenendeticket por treinta y dos euros. Al darme cuenta que no podría llegar a destino tan lejano con ese boletito, o de hacerlo, llegaría mucho después de acabado el partido, resuelvo adquirir el viaje directo a bordo del ICE, flamante vehículo de diez o doce vagones que corre a más de ciento treinta kilometros por hora, con Bord Bistro incluido, sanitarios por todos lados, aire acondicionado, asientos de lujo..., por la estrepitosa cantidad de ciento treinta y dos euros, ida y vuelta.

11:45 horas:

Intento olvidar el robo voluntario del cual he sido víctima, y para que no me vuelvan a asaltar, ahora en el Bord Bistro, me compro en la estación unos refrigerios para el viaje cuya duración es de cinco horas y treinta y tres minutos. Todavía en Berlín y ya los hombres verdes se hacen presentes. Son tres paisanos frente a mí portando honrosamente la casaca nacional. Yo no conozco exactamente las razones, si por el llamado del suelo patrio, si el color de la tierra, muy probablemente el mismo trayecto, no tengo idea, el caso es que me acerco a ellos y sin más pregunto:
–Pus ¿Qué? ¿Van al partido?
–Noooo, pss, nosotros vamos a Bosbur –responde uno de ellos. Interpreto con inseguridad que se referirá a Wolsburg, ciudad un tanto al norte de Alemania, cercana a Hannover.
–Siiií, pss, allá vamos a ver el partido con unos cuates –terció otro.
Con el pulgar izquierdo arriba y como se debe, liquido la nutrida charla.
–Ahh, pss, óraleeee, suerte.
Ya en el andén, a tan sólo unos metros, diviso algunos marcianos más. Sin duda proceden de distinto rumbo pero el mismo virus que a mí me había atacado minutos antes ya había hecho efecto en ellos y se encontraban muy juntitos. Al parecer resolvieron sentarse también juntos en el tren, y así lo hicieron. Yo, aún un poco contagiado, pero esta vez también atacado por el morbo, decido sentarme en el mismo vagón, aunque a una considerable distancia de ellos. ¿Será necesario agregar que pero por supuesto yo no portaba insignia nacional alguna, salvo la carota que a lo lejos como sea se oculta? El viaje transcurrió sin contratiempos, a excepción de dos o tres bios y baos, bimbombas y méxicos rarrarras, los cuales, para ser franco, hasta bonito sonaron dentro del tren ante la presencia de brasileños, iraníes y, por supuesto, deutsches.



Nürnberg. 17:18 horas:

Llegada a Nürnberg. Aún tengo cuarenta minutos para llegar al estadio. No tengo ni la más remota idea de dónde se encuentre. Sin embargo, las señales son un dechado de rigor y claridad y no tengo inconveniente para ubicar el andén donde partirá el U-Bahn hacia mi destino. El segundo problema no tarda en llegar y se presenta en las máquinas expendedoras de boletos. Acostumbrado ya a las berlinesas, las nürenberguenses me parecen complejísimas. Desesperado por no poder obtener el mentado pedazo de cartoncillo, y a treinta segundos de que el tren emprenda el viaje, resuelvo convertirme en un Schwarzfahrer; es decir, viajar de a grapa. Éste es mi despreocupado pensamiento: como es el Mundial, pues igual y la perdonan; con seguridad no todos los mexicans habrán sabido operar la maquinita.
Ya en el tren se respira, plena, la mexicanidad, y todavía más una vez desciendo en la estación Frankenstadion. Y he justo aquí que registro el primer indicio de lo que más adelante se me mostraría como una verdad incontestable: la maloliente, espantosa, salvaje, desconocida existencia del México norteño.
El lugar, en contra de todas mis expectativas –pero, en realidad, ¿cuáles eran dichas expectativas?–, deslucía mucho. Era un llano repleto de almas y en un estado similar al de uno hacia el final de la gran Guerra. La razón se me hizo evidente apenas franqueé el umbral del área que circundaba el estadio. He llegado por gracia de dios al final y no al inicio del espectáculo que Televisa y Corona tuvieron a bien establecer a las afueras del coloso de Nürnberg, para ser exactos en el Biergarten, llamado para esos efectos Carpa Televisa: un show que incluyó a lo mejor de la música nacional y, como corolario, la banda El Recodo. ¿Cómo describir el lugar? En lo primero que pienso ahora es en una imitación grotesca de los Proverbios Flamencos de Bruegel; sin embargo, eso es decir nada. En el lugar se hallaban elementos de la policía local y una caterva de mexicanos que me pareció ingobernable. Los primeros, en caso de cualquier incidente, permanecieron la mayor parte del tiempo a las afueras de la Carpa Televisa, pero de vez en vez un par se paseaba por entre el gentío azteca. En uno de esos rondines alguno alcanzó a leer algo en la chaqueta del oficial.
–¡Aguasss, ay viene la policey! –exclamó, trasudando alcohol, con esa voz que es plenamente indescriptible y sólo concebible para un ciudadano regular de nuestras regiones.
La turbamulta era ubicua. Un sector estaba apostado al frente y a los lados de la Pantalla Televisa, ansioso, estridente, por el inicio del encuentro. Como preámbulo debimos recetarnos la larga hilera de publicidad nacional, entre la que ocupaba un lugar primordial, por estar de moda, la de carácter político. No creo estar en un error al afirmar que de veinte mensajes comerciales vistos previos al partido en diecinueve el PAN y su candidato nos alertaron sobre el Peligro que se cernía sobre el país. Sólo en uno tuvimos en frente al Peligro, pero en ese único y de manera inmediata la rechifla, generalizada y avasalladora, no se hizo esperar y así continuó durante los veinte segundos en los que la publicidad nos mostró cuánto peligrábamos todos los mexicanos.
No vi nada del primer tiempo. Durante el descanso, muerto de hambre y sólo con algunas monedas en la bolsa por la dilapidación tan infame en el asunto de los boletos, me dispuse a buscar comida acorde a mi precaria economía. Entre los establecimientos que tuvieron a bien poner los que organizaron aquel desgarriate se hallaba el de comida turca. En Alemania es idea muy extendida que los turcos y los mexicanos comparten los gustos culinarios; de esa manera, creen que el dönner, un pedazo de pan árabe atiborrado de carne, presumiblemente de cerdo, pero la verdad es que sólo dios sabrá la procedencia, y verdura, equivale a nuestros suculentos tacos al pastor. ¡Craso error!
Ya instalado en la línea para comprar uno de esos pambazos turcos, un tipo (¿hace falta decir, mexicano?) detrás de mí, ebrio, no resistió las ganas de abrir la boca y se dirigió al más cercano que no distaba mucho de su propio estado y comenzó lo que yo podría llamar elegantemente una Disputatio de cola sive de fila. Reproduzco la polémica.
–¿Pss túuu stásss en la cola?
–Ne, yostoy en la fila.
–¿Nostásss en la cola?
–Ni maaa..., ¿tú sístás en la cola?
–¿Ésta es la cola o es la fila?
Acaso contrariados ante la aporía, llegaron a otros temas. No pude oír más. Sólo al final, alcancé a escucharles a los ya compadres.
–Neeel, ¿yo la izquierda?… Ni maaadres.
–¿Psss tons quién?
–Psss yo Calderón.
Ésta era en general la atmósfera que imperaba en el lugar: Borrachos por doquier, algunos ya derrumbados por ahí, detrás de un cesto de basura o bajo un árbol; la basura como señora del paisaje, estandarte enarbolado sobre el césped, marca indeleble de nuestro ser; algunos simios, quizá procedentes de algún barrio de Reynosa o Tepito, colgando de los expendedores de cigarrillos, las casetas de cerveza o alguna rama. Hedía a camaradería. Acaso el personaje que más me sorprendiera fue un tipo de ésos, viejo, enano, de piel agrietada, gruesos pómulos y rostro invadido por la viruela, sombrero de paja y jerga sobre el tórax. Me pregunto cómo llegaría hasta el estadio. Cuando en el avión la sobrecargo con cuello de garza le preguntó beef or chicken ¿qué contestó este engendro? ¿Cómo compró los boletos para trasladarse en tren? ¿Cómo solicitó los alimentos, cuando aún su español debe de ser rudimentario?
Para el segundo tiempo opté por buscar mejor colocación para siquiera ver algo del partido. Fui a dar a lo que evidentemente era una zona VIP: un pequeño bar improvisado, atiborrado con carteles de Corona, delimitado por una barda de media altura y provisto de una televisión de veintinueve pulgadas. Por supuesto no se me permitió el acceso a tan restringido lugar. Decidí ocupar uno, de pie, detrás de la barda, pero claro no en la línea de vanguardia, que ya estaba completamente llena. Me instalé como pude detrás de un tipo alto que apoyaba sus manos sobre la bardita. Apenas y me llegaban atisbos del encuentro. Cayó el primer gol de los nuestros. Como yo, los que no tenían claro el panorama de la pantalla atendían distraídamente las acciones. Inconscientemente desistí de mirar el monitor y me introduje en las charlas que me rodeaban. Fui a dar a la que sostenían dos mujeres cerveza en mano, de mediana edad, frondosas, tez blanca, cabello largo, teñido y lacio, con pantaloncillos muy cortos que permitían entrever parte del trasero, y blusa breve, de mezclilla que dejaba al descubierto el ombligo, hecha un nudo debajo de los senos.
–¡Estosta rebiennn! –dijo una de ellas, con acento que a falta de mejor adjetivo puede llamarse cantadito o de chancla.
–Síii, oyes ¿y no vistes a aquellos dos encimaditos? ¡No se la bañaronnn!
–¿Cuáles tú?
–Los de allá, ¿no los vistes? Aystaban paraditos, bien juntitos, hasta se le veía el pitito al huerco, chiquito, chiquito y los dos aystaban dando sus brinquitos –concluyó su interlocutora, seguida de carcajadas de ambas.
Decido marcharme antes de que concluya el juego. México 1 Irán 1. Ya en el andén del U-Bahn escucho el estruendo. Dos goles de los verdes. Me dirijo a la estación principal de Nürnberg, consumadamente hambriento. Ante una infinidad de manjares y con una pobreza casi total de mi alemán, me dispongo a elegir algo que pueda pronunciar. Ya por fin, me decido por un suculento Käsebrötchen. A continuación me dispongo a preparar mentalmente la frase en el idioma extraño, adecuada a la petición de dicho producto, el acento acorde a la palabra, muy bien, todo listo, cuando en ese preciso instante un mexicano, entrecano, regordete, con chamarra tipo Adidas de imitación, guinda, de las producidas en los años setenta y que por cierto como que pican la piel, con la leyenda “México somos todos”, sin más ni más, con mano levantada, interpela a la linda señorita de cabellos rubios y espesas chapas.
–Dame un pan y un caféee, hijaaaaaa.
Resuelvo observar el resto de la participación del Tri en la Copa desde la comodidad del sofá y eludir el resto de mi viaje contacto alguno con mis congéneres.

Junio 2006

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