En este texto, paradigma de la "crónica satírica" o bien del "retrato de caracteres (mexicanos)" Sheridan interpreta -con esa receta infalible, cuyos ingredientes básicos son enfado, socarronería y reflexión penetrante- lo que la derrota ha significado para este pueblo tan peculiar.
Patria derrota (Tomado de "Letras Libres", ag. 08)por Guillermo Sheridan
Me fastidian las famosas olimpiadas. El único deporte que me provoca interés es la halterofilia: qué edificante es ver a uno de esos búlgaros potentes, como pequeños toros bípedos, cuando es aplastado por los trescientos kilos de sus pesas descomunales. Fuera de eso, qué tedio el desfile de adonis y venus sudorosos, la gangosa exaltación de los cronistas, la identificación del medallero con el poderío de las patrias...Lo peor de todo es enterarse de los intensos análisis que explican las garbosas derrotas nacionales. Es que extraña su taquito. Es que perdió su bici. Es que se le enfermó su papacito. A la hora de echarse el clavado le dio pena. No ignoro a las señoritas audaces que se dan patadas, a la golfista Lorena, a Hugo Sánchez, que postuló un futbol que se juega parado de manos. Son seres pasmosos e inexplicables. Pero, en general, el deporte mexicano, para decirlo realista y abreviadamente, es una laboriosa forma del nihilismo. Esto no obedece a nuestros avanzados complejos de inferioridad –de suyo imbatibles–, al pavor escénico, a la carencia de educación o a las peculiaridades físicas. Tampoco a una burocracia que aplasta con grilla cualquier amago de superación y cada cuatro años rompe el récord en la competencia de hacer el ridículo. No; obedece a factores de más hondo calado. Por ejemplo, si bien tenemos en claro en qué consiste competir, es evidente que la idea de triunfar nos parece irrelevante. Quizá se trate de nuestra acendrada obsesión con la igualdad. Desde niños, preferimos el fracaso subvencionado y redituable, y entendemos que triunfar tiene algo de ofensivo, un pedante ánimo de sobresalir sobre la comunidad.Las culturas desarrolladas encierran el espíritu deportivo en gimnasios esterilizados supervisados por genetistas que diseñan gente aerodinámica de torsos manicurados y por ingenieros especializados en bíceps. Desde 1936, en Berlín, han olvidado que el deporte consiste en reglamentar impulsos muy primitivos, como huir del oso o meter un bistec en un hoyo. Nosotros no. Nuestra idea del deporte es a tal grado vanguardista que un sólido negro retacado de anabólicos que consume cien metros en ocho segundos nos parece un cómic retro. Amantes del pasado en cualquiera de sus formas, aún consideramos el deporte como un ejercicio de sobrevivencia, y los que descartan el auténtico riesgo de morir carecen de atractivo. ¿Qué sentido tiene alcanzar velozmente los cien metros? Es más triunfo llegar a la banqueta de enfrente sin fracturas graves o impactos de bala. No nos gusta jugar, sino jugárnosla. Y la “clase alta”, peor: las condiciones en que crecen los niños ricos mexicanos –infinitamente superiores a aquellas en que creció el 99% de los atletas del mundo–, mimados, sanos, atendidos por hordas de “criados” y retacados de filete, ¿cómo sólo destacan por consumir lujo y menear sus culos dorados en los “antros”?No, el deporte no es una actividad adecuada –como dicen los patriotas– a lo nuestro. Para lo nuestro, lo importante no es ganar, pero tampoco competir; lo serio es perder. Nunca somos derrotados en buena lid, pues la derrota no es el riesgo de un revés sino un imperativo categórico. Para lo nuestro, lo que otros llaman simplonamente “perder” es algo que va mucho más allá del cronómetro o del tablero: es una arrogancia de la idiosincrasia. Exige menos esfuerzo que triunfar y aporta la satisfacción mayor: caer en el mullido, reconfortante regazo de la amargura (y quien triunfe, tarde o temprano, será desollado vivo o, peor, convertido en burócrata del deporte). Ganar, para nosotros, no tiene chiste. Y como vencer supone humillar a un adversario la cosa se complica, pues la humillación es un pathos que nos resulta entrañable y al que le adjudicamos incluso virtudes curativas. Por eso intuimos que felicitar al triunfador contiene emociones ruines, mientras que en reconfortar al derrotado sólo hay piedad legítima. La derrota aporta deleites más duraderos y cancela responsabilidades futuras: primero da pie a la denuncia (fue trampa) y luego al clamor que exige justicia, aun a sabiendas de que la derrota fue cabal. La cosa es llegar pronto a la verdadera meta: a la conmiseración, a la piedad y –sobre todo– a la esperanza (infundada, claro, pero promisoria). No la de ganar en el futuro, si se hace un “mayor esfuerzo”, sino la de volver a perder, pero con renovado ahínco.En alguna ocasión teoricé que no es que los mexicanos estemos intrínsecamente inhabilitados para la moderna práctica de los deportes; son los deportes los que se obstinan en apartarse de nuestras raras habilidades. Si perseguir al Papa por todo el mundo para gritarle “¡México!” fuera deporte, escribiríamos páginas gloriosas. Por otro lado, nuestro pasado nos condena: la pelota mesoamericana de cemento tolteca ¿es uso y costumbre o es excusa? Nuestro máximo héroe remoto es un águila que se cayó. ¿Puede romper un récord quien creció cantando “Viva mi desgracia”? Los niños mexicanos crecen pensando que “Pepe El Toro” es un semidiós. Y el presente, no se diga: ¿para qué competir si el árbitro va a hacer trampa? ¿Qué relación puede haber entre una garrocha y el refrán “El que nada debe, nada teme”? Ya lo dijo un clásico: al mexicano lo que le gusta es cantar derrota. No tardaremos en nacionalizarla. ~
Patria derrota (Tomado de "Letras Libres", ag. 08)por Guillermo Sheridan
Me fastidian las famosas olimpiadas. El único deporte que me provoca interés es la halterofilia: qué edificante es ver a uno de esos búlgaros potentes, como pequeños toros bípedos, cuando es aplastado por los trescientos kilos de sus pesas descomunales. Fuera de eso, qué tedio el desfile de adonis y venus sudorosos, la gangosa exaltación de los cronistas, la identificación del medallero con el poderío de las patrias...Lo peor de todo es enterarse de los intensos análisis que explican las garbosas derrotas nacionales. Es que extraña su taquito. Es que perdió su bici. Es que se le enfermó su papacito. A la hora de echarse el clavado le dio pena. No ignoro a las señoritas audaces que se dan patadas, a la golfista Lorena, a Hugo Sánchez, que postuló un futbol que se juega parado de manos. Son seres pasmosos e inexplicables. Pero, en general, el deporte mexicano, para decirlo realista y abreviadamente, es una laboriosa forma del nihilismo. Esto no obedece a nuestros avanzados complejos de inferioridad –de suyo imbatibles–, al pavor escénico, a la carencia de educación o a las peculiaridades físicas. Tampoco a una burocracia que aplasta con grilla cualquier amago de superación y cada cuatro años rompe el récord en la competencia de hacer el ridículo. No; obedece a factores de más hondo calado. Por ejemplo, si bien tenemos en claro en qué consiste competir, es evidente que la idea de triunfar nos parece irrelevante. Quizá se trate de nuestra acendrada obsesión con la igualdad. Desde niños, preferimos el fracaso subvencionado y redituable, y entendemos que triunfar tiene algo de ofensivo, un pedante ánimo de sobresalir sobre la comunidad.Las culturas desarrolladas encierran el espíritu deportivo en gimnasios esterilizados supervisados por genetistas que diseñan gente aerodinámica de torsos manicurados y por ingenieros especializados en bíceps. Desde 1936, en Berlín, han olvidado que el deporte consiste en reglamentar impulsos muy primitivos, como huir del oso o meter un bistec en un hoyo. Nosotros no. Nuestra idea del deporte es a tal grado vanguardista que un sólido negro retacado de anabólicos que consume cien metros en ocho segundos nos parece un cómic retro. Amantes del pasado en cualquiera de sus formas, aún consideramos el deporte como un ejercicio de sobrevivencia, y los que descartan el auténtico riesgo de morir carecen de atractivo. ¿Qué sentido tiene alcanzar velozmente los cien metros? Es más triunfo llegar a la banqueta de enfrente sin fracturas graves o impactos de bala. No nos gusta jugar, sino jugárnosla. Y la “clase alta”, peor: las condiciones en que crecen los niños ricos mexicanos –infinitamente superiores a aquellas en que creció el 99% de los atletas del mundo–, mimados, sanos, atendidos por hordas de “criados” y retacados de filete, ¿cómo sólo destacan por consumir lujo y menear sus culos dorados en los “antros”?No, el deporte no es una actividad adecuada –como dicen los patriotas– a lo nuestro. Para lo nuestro, lo importante no es ganar, pero tampoco competir; lo serio es perder. Nunca somos derrotados en buena lid, pues la derrota no es el riesgo de un revés sino un imperativo categórico. Para lo nuestro, lo que otros llaman simplonamente “perder” es algo que va mucho más allá del cronómetro o del tablero: es una arrogancia de la idiosincrasia. Exige menos esfuerzo que triunfar y aporta la satisfacción mayor: caer en el mullido, reconfortante regazo de la amargura (y quien triunfe, tarde o temprano, será desollado vivo o, peor, convertido en burócrata del deporte). Ganar, para nosotros, no tiene chiste. Y como vencer supone humillar a un adversario la cosa se complica, pues la humillación es un pathos que nos resulta entrañable y al que le adjudicamos incluso virtudes curativas. Por eso intuimos que felicitar al triunfador contiene emociones ruines, mientras que en reconfortar al derrotado sólo hay piedad legítima. La derrota aporta deleites más duraderos y cancela responsabilidades futuras: primero da pie a la denuncia (fue trampa) y luego al clamor que exige justicia, aun a sabiendas de que la derrota fue cabal. La cosa es llegar pronto a la verdadera meta: a la conmiseración, a la piedad y –sobre todo– a la esperanza (infundada, claro, pero promisoria). No la de ganar en el futuro, si se hace un “mayor esfuerzo”, sino la de volver a perder, pero con renovado ahínco.En alguna ocasión teoricé que no es que los mexicanos estemos intrínsecamente inhabilitados para la moderna práctica de los deportes; son los deportes los que se obstinan en apartarse de nuestras raras habilidades. Si perseguir al Papa por todo el mundo para gritarle “¡México!” fuera deporte, escribiríamos páginas gloriosas. Por otro lado, nuestro pasado nos condena: la pelota mesoamericana de cemento tolteca ¿es uso y costumbre o es excusa? Nuestro máximo héroe remoto es un águila que se cayó. ¿Puede romper un récord quien creció cantando “Viva mi desgracia”? Los niños mexicanos crecen pensando que “Pepe El Toro” es un semidiós. Y el presente, no se diga: ¿para qué competir si el árbitro va a hacer trampa? ¿Qué relación puede haber entre una garrocha y el refrán “El que nada debe, nada teme”? Ya lo dijo un clásico: al mexicano lo que le gusta es cantar derrota. No tardaremos en nacionalizarla. ~
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