-"No se la [historia] refiero para su entretenimiento".
- "Sólo digo que me entretiene", dijo K. "porque así obtengo la posibilidad de echar un vistazo a ese ridículo embrollo del que en determinadas circunstancias depende la existencia de un hombre".
Franz Kafka, El Castillo
(Place de Bruxelles)
La burocracia me llevó a Luxemburgo. ¿Puede usted creer que la petición de una visa pueda conllevar un mar de complicaciones? Primera paradoja a los ojos de éste que escribe (claro, ¿de quién más? las artes burocráticas son de sobra conocidas por todos, pero todos se esfuerzan por ser arrastrados lo menos posible por su influjo, y cuando al infortunado, cual infecto de malaria, que de vez en cuando se las tiene que ver con esa maquinaria, el resto se limita a dar el pésame, el consiguiente golpecito en la espalda y media vuelta): para quedarse en un país, se tiene que verlo, conocerlo, tomarle el gusto, pero el deseo de quedarse no se expresa dentro de los límites de ese país, sino fuera, desde cualquier lugar, pero fuera, si es desde el país de origen, mejor. Entonces ¿cómo voy a decidir quedarme en un país si no lo conozco, si estoy fuera de él? Quizá sólo con el suficiente dinero para visitarlo como turista, enamorarse de él, regresar a la patria, solicitar visa, esperar que se la otorguen, y sólo así trasladarse a la tierra-destino.
Si el procedimiento no se realiza como ha sido descrito, el ensañamiento del sistema es brutal. Todo está construido para evitar a toda costa, absurdamente, la inmigración. Si para una persona con suficientes recursos económicos ya es un dilema, para los demás es imposible sin la ayuda de alguien con recursos... La maraña burocrática está tejida de una manera perfecta. La contradicción es su norma y que el solicitante quede reducido al desconcierto y desista de su intento su objetivo. Es una carrera de resistencia. Sólo con oxígeno artificial es posible abrirse paso entre estos enredijos; de lo contrario, con el propio, se revienta desde el principio.
Entonces, como vengo diciéndole, lo normal es que usted solicite la visa de residencia y/o trabajo en su propio país, de donde procede, y esgrimiendo una razón convincente (intercambio escolar, contrato de trabajo, y aún así no crea que tiene el salvoconducto); pero para mí que hasta hace muy poco aún no tenía idea de que mudaría de país, el camino está colmado de zarzas, abrojos y brasas ardientes.
Debía salir, pues, de la República Checa. ¿Regresar a México? Muy costoso. En Alemania, Austria o Eslovenia no había fechas disponibles para una entrevista con el cónsul sino hasta enero. Se pensó en Luxemburgo. De esa manera, para entregar una farragosa documentación en la embajada checa del pequeño país, fue como me encontré con una ciudad perfecta. Imagínese usted una maquinaria infalible, quizá un reloj suizo o cualquier cosa que se le venga a la mente, y quizá comience a vislumbrar lo que le voy a mencionar. Luxemburgo posee la muy europea forma de combinar lo viejo, lo tradicional, lo medieval, con lo bursátil. Un centro colmado de firmas bancarias, aseguradoras y hoteles, que reciben a su vez a los clientes de esas firmas...
Con ochenta mil almas en su seno, las calles están casi desiertas, los autobuses, que en México pasarían más como vehículos foráneos de primera clase que simples vehículos urbanos, están tan vacíos que tendrá usted la impresión de que son las altas horas de la noche. Pero el centro, la Place d'Armes, la Place Guillaume Premier, el Pont Adolphe, la Cathedrale de Notre Dame nos devuelven a la vetustez de hace dos o tres siglos de un lugar que alguna vez fuera una fortificación militar en tiempos romanos y ahora es una fortificación económica de los tiempos europeos. El paseo por el mercado del centro de la ciudad –un tianguis luxemburgués pues–, pintoresquísimo, con sólo unas cuantas personas como clientes, como en maqueta, con su frutas y verduras casi de utilería, sus quesos y embutidos de infinitas clases y texturas, las fragancias de múltiples especias bailando por entre los amplios pasillos, es una experiencia exquisita
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(Boulevard F.D. Roosevelt)
Lo mejor de Luxemburgo y, a la vez, lo que más envidié: esa atmósfera grisácea y fría; el paisaje que sostienen, juntos, el rebajamiento del color de las hojas rojizas y amarillas de los árboles –infinitas ya sobre el pavimento y los céspedes– y las construcciones añejas; los atavíos otoñales que desde siempre sólo vi en las revistas, la convivencia del francés, del alemán y el luxemburgués y la idea de que la mayoría los maneja con desenfado. Contrariado ante el aún ajeno checo y hastiado del inglés, esa puta que todos poseen, pero que nadie conoce, el francés suena delicioso en la voz del tendero del kiosco de diarios o en las nutridas charlas de las jovencitas que recorren los espaciosos andadores del centro.
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