El último domingo no sabía qué hacer. Me sentía dentro de un completo encierro. La concentración no se afincaba en mi cerebro. No podía escribir, y no he podido desde entonces. Bajos esas circunstancias decidí salir. Busqué las famosas actividades culturales, y una ciudad como Praga debe tener a raudales. ¿Qué hubiera pensado Picasso? ¿Se habría imaginado que sus obras servirían de móvil para un tipo que sintiera claustrofobia en el apartamento de su mujer en Praga cien años después? De pintura nunca he podido hablar con lucidez. En realidad de casi nada. Sin embargo, lo más significativo de la jornada fue que me sentí profundamente cómodo dentro de los muros de la galería (otro prodigio en donde por lo general me gobierna el tedio). No sólo contemplé la serie "Les saltimbanques" de Pablo, me paseé también por la obra de algunos expresionistas y van Gogh. Por último, las "instalaciones", el arte-poema virtual (o como se llame), también me causó una impresión, digamos, positiva. No me interesa discutir si deben llevar estas piezas el sagrado nombre. Algunas atrajeron mi atención por varios minutos; otras me hicieron sonreir y me pregunté qué estaban haciendo ahí. Hay límites, hay que ponerse serios de vez en cuando. Picasso -pongo un nombre incontestable- podrá gustar o no, pero no hay duda de que lo que creó lo dictó el genio. A las instalaciones y demás las motivo un simple chispazo de gracia y unas gotitas de creatividad, ingenio a lo más.
Catecismo frecuente de este tecleador, cuya lectura le ha provisto de una escama protectora contra esta maraña "que se proclama mundo", el texto que sigue es una nítida muestra de lo que se denomina "cortaziano". No deja de sorprenderme. La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso por la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana topar con el paralelepípedo de nombre repugnante, con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente, del sucio tablero de ventanas de tiempo con su letrero "Hotel de Belgique" . Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en cuyo centro tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en cualquiera de los rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual tod...
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