No ha parado de nevar en todo el día. Los autos están cubiertos con un manto blanco, las aceras y los caminos afelpados, los faroles y los tejados avejentados con sus barbas canas. Es el reino blanco. Yo no he dejado de mirar por la ventana. No termina de sorprenderme el paisaje. Me gustaría salir a la calle, armar un arsenal infinito de bolas de nieve y lanzarlas en todas direcciones. Al medio día, salgo a comprar algunas cosas y en el camino me detengo a mirar a los niños deslizándose desde las pequeñas colinas, recolectando la espuma, construyendo castillos de diamantes, estilizando a los hombres gordos (aunque aún no veo los peines como mostacho o las zanahorias como nariz). Percibo bajo la lluvia de algodón una ambiente cálido. Los adultos también suben a los trineos y se impulsan llevando a sus hijos por delante. El tiempo no pasa. Por fin encuentro un remanso de paz.
Estoy en el cielo, camino entre nubes. No ceso de imprimir mis huellas. Busco las más profundas para sentir el suave descenso. La nieve me devuelve a la niñez.
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